Ayer fue una mañana atípica. Distinta. Me levanté y repasé cada detalle de la jornada. Había mucha preparación y, si bien no sabía con qué me iba a encontrar, intuía que tendría una labor más agitada de lo habitual. Y eso levantaba mi ánimo. Me entusiasmaba. Después de esa rutina extensa, mi compañero me levantó del descanso, me llevó al auto y me pidió que esté listo para partir hacia La Sala, en donde cubriríamos el Trasmontaña.
Llegué temprano a la redacción, alrededor de las 9. Estaba en un estado de hibernación: tapado, refugiado, pero agazapado para la acción. Tenía una gran responsabilidad: mostrar la fiesta biker desde lo alto. ¿Por qué? Porque si al ras del piso ya era emocionante, ni se imaginaban lo que es observar este clásico de los cerros tucumanos desde arriba; donde se combinan subidas, bajadas y un paisaje árido y desafiante. Un trabajo para el que había que escalar montañas y esquivar árboles secos.
Al llegar, el resto de los periodistas me miraron, hicieron algunos comentarios, pero no les presté atención. Yo estaba listo para darlo todo: mi misión era ser el ojo de la jornada. Tenía una idea de a qué me enfrentaría: ya había ido a la edición 2024, que empezó en San Javier y terminó en La Sala, y sabía de qué se trataba, pero este año iba a cambiar el recorrido. Incluso iba a cambiar la sede.
El clima no aparentaba ser el mejor. Estaba nublado y muchos dudaban de si podría actuar. Era frágil frente a una simple gota: si me alcanzaba, quedaba fuera de servicio. Por suerte no pasó. Era como si fuese alérgico al agua. Y ese respiro me dejó con más ganas de trabajar.
Apenas llegamos a La Sala comenzó mi actuación. Y mi primera intervención fue inesperada: ayudar a que la traffic del diario encontrara un lugar donde estacionar. Subí a unos 10 metros y vi el concierto de autos que se agolpaban en el establecimiento. Era un laberinto de vehículos, un rompecabezas con pocos espacios libres debido a la presencia de muchísimos gazebos, y en medio de ese desorden yo marqué la senda.
Luego de unos minutos descendí y fui abordado por uno de los fanáticos que se amontonaban en el predio. Parece que me conocía, e intercambiamos algunas palabras. Después de ese momento anecdótico, volví con mis compañeros y continué con la jornada. Había cumplido mi primera misión. Y entonces entendí: la gran batalla en los cerros me esperaba.
El sitio era enorme y tenía que moverme de un rincón a otro para capturar las mejores imágenes de los candidatos y de las partidas. Y lo peor: ni siquiera sabía dónde estaba la largada, porque, como mencioné, el sitio y el trazado eran diferentes. Si bien era más corto que el de la edición pasada -este tenía 43 kilómetros, tres menos que el año anterior- presentaba una mayor altimetría. Y eso no solo implicaba más trabajo para los bikers, sino también para nosotros, los reporteros gráficos.
Después de varias preguntas, recomendaciones y confusiones, llegamos al punto de la largada. Era en una cuesta corta, no tan pronunciada, que luego continuaba con una gran curva. Ese era mi momento de brillar: me ubiqué en la coordenada 26° 45’ 14,72” S, 65° 22’ 58,74” W, salí hacia arriba y empecé a capturar imágenes únicas de los competidores.
La velocidad de los bikers era alta, pero poco a poco disminuía debido al esfuerzo del ascenso. También llegué a registrar algún accidente menor, que rápidamente fue atendido por la organización. En definitiva: era un privilegiado que podía verlo todo, o percibir lo que muchos hubiesen querido presenciar por un segundo: un paisaje repleto de desafíos para 2.502 intrépidos.
A las 11.30, cuando hice mi primera intervención, sólo algunos familiares de los participantes estaban en el punto de largada. Muy pocos. Tal vez por el esfuerzo requerido para llegar hasta allí, muchos prefirieron ver la carrera desde otros lugares. Aunque, a medida que avanzaba, veía cada vez más gente. Incluso, en la curva cercana al corazón del predio, habían colocado algunos gazebos y se había formado un cordón humano, repleto de fanáticos que querían ver aunque sea un segundo a los participantes.
Mientras seguía mi recorrido, me encontré con mi primer gran obstáculo: los árboles. Más de una vez casi me estampo contra un tronco o tropiezo con ramas por estar enfocadísimo en el lente de mi cámara. Todavía soy un poco torpe, y quizá el entusiasmo me hizo dejarme llevar por la adrenalina de la carrera.
La organización, en un punto cercano a la largada, instaló un puente para sumarle más desafíos a los competidores. Después de eso, subí hasta una altura de 200 metros para seguir la senda: era un camino marcado por árboles secos y logré llegar hasta una recta que derivaba en el inicio de una arbolada. A partir de ahí les perdí el rastro porque tenía miedo de golpearme contra los esquivos troncos.
Fernando Contreras y Álvaro Macías, los ganadores del Trasmontaña 2024, largaron a las 12.29. Fueron los últimos en partir hacia la competencia y, después de ese momento, me trasladé a la zona de la llegada. Me acomodé entre los árboles para capturar alguna que otra imagen que mostrara la dificultad y el estado en el que llegaban los bikers, y luego corrí lo más rápido posible para estar atento al desenlace. El punto más exigente de toda esta travesía era la curva: vi a muchos ciclistas casi sin aliento, dando lo último, y casi me emocioné. No sé por qué: es una simple carrera, pero me conmovió ver tantos abrazos, tanta felicidad y gritos de felicitación. Es raro, porque por lo general soy frío.
Después volví a la traffic para descansar y tomarme unos minutos. El humo de las parrillas me desorientaba. Estaba exhausto y dudaba entre tirarme al piso o almorzar. Aposté por lo primero y…
Claro, seguro se están preguntando quién hablaba. Perdón, perdón… no me presenté. Soy “Pepe”, el dron de LA GACETA. Me pagan en baterías y viento a favor, y ayer me gané un ascenso: fui el periodista de los cielos de La Sala.